NIGHTINGALE & CO

Soñar para ser

 

 

mannar hospital and kandy 015

Mírennos a todos. Concentrados en la complicada tarea de descifrar el uso del desfibrilador. El aparato ha estado cubierto durante meses por un paño en la esquina más húmeda del quirófano. Sin estar enchufado a la red eléctrica. Forma parte del ajuar hospitalario que una gran ONG  ha donado, junto con otra dotación técnica, al hospital de Mannar, en Sri-Lanka. Es una lástima que nadie sepa utilizarlo, ni ocuparse de su mantenimiento. Ni haya posibilidad de que alguien sepa repararlo o cuente con piezas de recambio en caso necesario. Es lo que sucede cuando tu hospital, ese donde trabajas y al que acudes en turnos dobles la mayor parte de los días, está en zona de guerra. Por esta razón es subsidiaria de generosas y estrambóticas donaciones por parte de varias ONGs. Como las que hacía Luis XIV en su corte a aquellos que le agradaban. Te concedo estas tierras, pero no me pidas que te enseñe el tipo de vid que prosperaría en ella…faltaría más. Deberíamos estar orgullosos de tener al desfibrilador con nosotros, dirán los coordinadores de la ONG donante, nos da una imagen inmejorable en las fotos. Como…de prosperidad.

Tampoco se dejen engañar por la prestancia y el almidonado de los  uniformes de los enfermeros. Cuando finalice su turno, se irán corriendo a sus casas sintiendo el temblor de la tierra que pisan a consecuencia del bombardeo en la aldea vecina. El gesto de su cara no cambiará en ningún momento durante el trayecto. Porque desde que eran niños, conviven con ello. Simplemente, no saben de una vida sin guerra. A pesar de esa normalización, hay hechos que logran alterar el quehacer diario de sus cuidados.

Uno de ellos llegaría en medio del monzón. Dos días antes de la imagen que contemplan, el quirófano se vio invadido por la llegada de unos soldados con graves heridas de guerra. Dichos soldados, forman parte del ejército gubernamental que amenaza, tortura y rapta impunemente a gente como familiares, vecinos y amigos de los mismos enfermeros y médicos que  deben atenderlos ahora en el quirófano. Y todo a causa de pertenecer a diferentes etnias. Sin embargo, cuando esos soldados con traumas torácicos y fracturas múltiples llegaron, todos esos tiesos uniformes blancos fueron corriendo a cambiarse para vestir un pijama quirúrgico. Tanto los que estaban de guardia, como los que no.

El miedo a las represalias si los soldados mueren también se encuentra presente en el quirófano, como otra enfermera más. Y de nuevo se detecta la entereza en sus gestos. A pesar de los gritos de los mandos militares y las boquillas de los kalashnikov asomando por la misma puerta de quirófano.  La enfermera blanca, esa que también sale en la foto, despeinada y casi impropia ante esos modelos de uniformidad, cree que guarda la compostura sólo por  presión de grupo. Pero siente que el sudor frío que corre por su espalda no se debe precisamente al calor de los trópicos. Después de unas horas intentando estabilizar a los soldados, uno de ellos presenta una arritmia que precisa el uso de desfibrilador. Lo encendemos, y tras aplicar dos descargas eléctricas (¡que Dios bendiga a los generadores!), el corazón retorna a un ritmo aceptable dadas las circunstancias.

El día pasa, los soldados son finalmente trasladados a un hospital militar y el aire del pabellón quirúrgico se hace más respirable sin las armas y los ojos vigilantes del ejército fijas en nuestras nucas. Nos sentamos todos en la antesala de quirófano, sudados, agotados, con una sonrisilla de supervivientes colándose en la comisura de nuestros labios. Una gran taza del exquisito té de Ceilán volverá a poner en orden nuestras venas secas tras tantas horas de movimiento y calor opresivo. Hacemos un repaso de nuestros mejores y peores momentos dentro del quirófano en ese día difícil, Uno de los enfermeros me comenta que nadie sabe usar el desfibrilador. Y que esto no debería continuar así. -¿Qué ocurrirá cuando vosotros os marchéis? -me dice-se quedará en el rincón debajo de un paño, olvidado por todos, seguramente. Todos asienten, de acuerdo. Quieren ser independientes. Es su derecho. Y mi deber allí.

En ese momento recuerdo las palabras de Aristóteles: “todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber” En ellos ese deseo es abrumador. Y a partir de la clase que contemplan en la fotografía, todos acudimos cada sábado a aprender cómo ser mejores enfermeros. Construimos juntos una escuela improvisada de enfermería. En esa escuela, teníamos sólo una pizarra, unos rotuladores que apenas pintaban y unas sillas destartaladas. Lo que nos sobraba era ilusión.

Se trató de un intercambio desigual. Yo les transmití unos conocimientos teóricos y prácticos, fruto de mi experiencia previa. Ellos me legaron algo mucho más valioso: la esperanza. A pesar de su situación, en ellos se encontraba siempre presente la idea de que lo bueno estaba por llegar, de que aparecería alguna solución por el camino. Y eso les hacía tremendamente capaces de transformar su realidad. Hábiles para caminar con paso seguro  por encima de la tierra temblorosa y fragmentada por las bombas. Ellos, simplemente, soñaban para ser.

 

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