Mujer en una ventana (Para ti, Teresa)
Hoy queremos unirnos a la multitud de muestras de cariño y apoyo hacia Teresa Romero,la TCAE que lucha por salvar su vida en la sexta planta del Hospital Carlos III de Madrid. Más allá de realizar duras críticas de cómo se ha gestionado este caso en manos de los políticos y gestores, hoy sólo queremos estar más cerca de ella y de cada uno de vosotros, los que tenéis conciencia de lo que implica este duro y gratificante trabajo, el cuidado de las personas.
Y nosotros, Nightingale&Co, lo vamos a hacer como mejor sabemos, con este hermoso relato escrito hace unos días por Juan Aranda, colaborador de nuestro blog, residente en Bruselas y ajeno al mundo sanitario. Al que le estamos enormemente agradecidos por sus colaboraciones, escritas siempre con gran delicadeza y profesionalidad. Gracias, Juan.
Y gracias a todas las «Teresas»,porque estáis siempre ahí, velando junto a las enfermeras del cuidado de los pacientes…porque es vuestra razón de ser.…
Edición Nightingale&Co
«Mujer en una ventana»
Llego a casa antes de lo previsto. El silencio habitado en todos los rincones me impele a encender la televisión. A veces es mejor no hacerlo. Prender la tele es como entrar en un espacio exterior que puede distraerle a uno de uno mismo, pero la mayoría de las veces lo que va a hacer es conectarle con el sufrimiento y la catástrofe. A poco que uno escuche, casi sin pretenderlo, el canal de noticias internacional, por un motivo u otro, se le acabarán saltando las lágrimas.
Al parecer, una Auxiliar de Enfermería (sólo ella, los médicos y enfermeras jamás podrían contagiarse he tenido que escuchar) ha contraído el ébola tras atender a un misionero repatriado. La chica lucha ahora por su vida en un hospital de Madrid. Las fotos de su habitación, de noche, ocuparán luego las primeras páginas. No se hablará de otra cosa. Todos tendremos una opinión en contra de todo. La gestión del gobierno, la política de comunicación de la crisis, la muerte del perro de la auxiliar, la actividad de la chica durante el periodo de incubación. Todo parecerá surreal y España lucirá su lado esperpento, porque eso se nos da bien. Leeré que hemos perdido la compasión y que la ira no produce sino efectos indeseados. Escucharé que el país no estaba preparado, que se nos ven las vergüenzas y la auxiliar funcionará como cabeza de turco de un sistema desmantelado por falta de recursos. Las noticias se sucederán, las opiniones más peregrinas se alternarán. Me llegarán virales fotomontajes, todos graciosos, porque en eso somos geniales.
Las palabras respeto, privacidad, honor, dignidad, presunción de inocencia, responsabilidad pública, serán sustituidas por el descaro, la ignorancia, la execrabilidad de tantos.
Pero el caso es que yo ahora enciendo la tele, pensando que a esas horas me van a martillear con un concurso o un programa enlatado sobre lo bien y lo rico que se come y bebe en España. Porque eso es lo que yo necesito: que me recuerden que en España se está como en ninguna parte. Pero no es así: el programa recorre la actualidad nacional y el presentador, afectando gravedad y preocupación en sus palabras, da paso a un vídeo sobre la madre de la auxiliar. Auxiliar que aún no tiene nombre, sólo profesión la pobre, y quizás ni eso, porque, se palpa en el ambiente, ¿a quién va a atender si se recuperase?
Esos periodistas, en su sagacidad impaciente, han descubierto que la familiar no ingresada más cercana de la enferma es su madre, una señora, ya mayor, con aspecto de anciana, que vive retirada en su pueblo natal, en Lugo. Los periodistas, cargados con su máster en actualidad, se han posicionado en la puerta del inmueble donde vive la señora y le están preguntando desde la calle. Ella, asomada a la ventana, envuelta en su bata de andar por casa, coronada por unos cabellos canos, responde.
El tono de la madre de Teresa (que así se llamará la infectada) no puede impostarse. La señora habla en castellano, con musicalidad gallega y se esparce en sus respuestas. Cuenta que habló con su hija ese día. Que le dijo encontrarse bien, pero cansada. El periodista inquiere cuándo la vio por última vez. La señora no recuerda exactamente, quizás a finales de agosto (ergo, estuvo en el pueblo antes de infectarse, infiere el espectador). Todo sigue siendo surreal, obsceno. Pero uno no aparta la mirada. No desconecta el televisor. Sigue ahí mirando cómo destripan el cadáver porque, no contentos con saber que la chica está bien, que su madre apenas habló unos segundos con ella y luego con su yerno, que le pidió que no la molestara más porque necesitaba descansar. No contentos con recordar a la madre que su hija corre peligro de muerte, pero vamos, como lo corre toda España, porque el fin del mundo está cerca (deduce el televidente). Como digo, ellos van y, a bocajarro, sin censura previa, sin profilaxis introductoria, sin protocolo ni decencia, le preguntan ¿le ha dicho su hija cómo ha podido contagiarse?
Esa señora que, luego sabremos, está viuda desde hace diez años, que atraviesa una depresión que la tiene confinada en su modesto piso de barrio humilde de montaña lucense, casi tan humilde como el barrio de Alcorcón al que emigró para darle un futuro a su familia. Esa mujer, que con su tono beatífico y paciente, desarmada, está ignorante de la importancia y repercusión del asunto; ese pobre ser humano que tiene a su hija con pronóstico no reservado, porque ya supone toda España que si no la palma es un milagro, se ve obligada a escuchar semejantes cuestiones.
Al oír la pregunta, mientras la señora contesta con prontitud y sinceridad que no, que no le había comentado nada su hija. Al escuchar sus palabras mientras se agarra al alféizar, se me han saltado las lágrimas. He sentido como si viera matar a un cachorro delante de mis ojos. Sólo he podido musitar un improperio, correr hacia el mando a distancia y apagar el infame aparato.
Tengo la voz de la mujer entre las sienes. Esa misma mujer podría ser mi madre. Si pudiera verla, si pudiera abrazarla, me encargaría de preguntarle qué necesita. Le diría que su hija va a salir de ésta. Que la vida perra que les está tocando vivir va a acabar pronto. Que su dignidad, en bata, asomada a la ventana, como improvisada famosa, es la de una Reina en el desfile del Doce de Octubre. Que no crea nada de lo que le digan, que solo crea a su hija. Que ser una profesional del cuidado a enfermos reviste tanta preocupación, tal sacrificio, tal entrega, que puede ir la vida en ello, y lo menos que su hija, que ella misma merecen es respeto y delicadeza. Contagiarse en el cuidado a un enfermo es un accidente, no un acto suicida. Ponderar la información a toda costa sobre la delicadeza es un acto homicida, no un accidente. Tengo la voz vulnerable de la madre de Teresa en el corazón.
Necesito con urgencia ver a mis padres, para abrazarles y decirles que si alguna vez cometo un accidente y me contagio de rabia y desesperación, de ébola o de sida, de malaria o mala leche, de indignación o furia y alguien les pregunta cómo me infecté contesten que todo fue por encender la televisión una tarde…
- Prevenir los brotes de legionella es posible.
- Las Beguinas. Historia de la Enfermería