El nuevo mundo
Ya lo dije en alguna ocasión, soy una enfermera llena de cicatrices. Ahora, cada vez que vuelvo del trabajo, tengo una nueva. Cuando da el sol, brillan como escamas. Pero como ahora voy siempre cubierta, no se ven. Me levanto en el silencio de la noche y no me molesto en encender la luz. Los sueños siguen ahí, molestando. Cuando duermo sigo trabajando en el hospital a pesar de llevar camisón y tener los ojos cerrados. El agua fría en la cara no consigue devolverme a la realidad. Porque no existe. Ya no hay diferencia entre la vida real y lo onírico. Las fronteras han desaparecido. Arrastro los pies descalzos por la casa. Me gusta sentir el frío de la mañana. Con el abrigo puesto, me detengo un momento en la puerta cerrada de casa. El cuerpo se resiste a salir. Le gusta estar confinado. Volver a respirar el aliento de mi hija dormida y despertar con sus manos en la cara. Pero hoy no puede ser. Salgo a la noche y el silencio me absorbe. No se oyen coches ni pasos. Parece que nadie va a trabajar. El camino al hospital es una senda verde cubierta por árboles. Me gusta escuchar cómo el viento mece las ramas mientras camino. Hace unos días, algún herrerillo comenzó a cantar. Era un gorjeo alegre. Ahora ya no se adivina un canto perdido. Parece que toda una bandada ha decidido apropiarse del lugar y los herrerillos cantan atropellados sin ninguna coordinación. Es algo estridente. Molesto. En este nuevo mundo, vacío, los pájaros han encontrado un nuevo espacio en el que cantar. Sin humanos que interrumpan su música. La naturaleza crece sin control y golpea con fuerza encima de la mesa. La de cada una de nuestras casas. Una Venus de Willendorf sonríe en su trono de piedra esperando más ofrendas. Por fin queda claro quién es la diosa. El COVID-19 es también uno de sus hijos amados. Como todo lo vivo. Ajusto mi mascarilla y llego al metro. Vigilo que nada toque mi ropa y entro en el vagón. Hay dos personas más viajando. Con las cabezas agachadas y mirando el móvil que sujetan con manos enfundadas en guantes de plástico.
Al llegar a la Uci los ruidos entran de golpe en mi cerebro. Las alarmas suenan incesantes y las voces de muchas personas hablan alto. He creído escuchar un gorjeo de herrerillo por encima, pero no puede ser. Me cuesta despegar la lengua y comenzar a hablar. Quiero volver al silencio. Hay enfermeras cubiertas por mascarillas, pantallas y batas a las que sólo puedo ver los ojos. A algunas ni siquiera las conozco. Es personal de refuerzo sin experiencia en cuidados críticos. Manos en tiempos de guerra. Les sonrío y pido que me cuenten el parte de la noche. Cuando lo hacen, salen de la UCI. Se arrastran hasta la puerta con el bolso colgando y traspasan la frontera del nuevo mundo. Yo me quedo dentro. Tapo las cicatrices, que brillan a la luz de las bombillas. Me enfundo la mascarilla, la bata, la pantalla…Y algo similar a un escudo. Hay que ponerse en pie. Llega un nuevo ingreso. Un hombre de cara afilada apoya las manos en la cama intentando trepar por el cabecero. Busca aire. Las costillas se contraen y el abdomen se bambolea. Mira con pupilas dilatadas. Hay sudor cubriendo todo su cuerpo. Intento tomar una mano para que deje de dar manotazos. Me inclino y digo desde detrás de la mascarilla: “ Todo saldrá bien”. El herrerillo canta y golpea con el pico la ventana del box. Luego llega el tiempo de los sedantes y un tubo endotraqueal que lleve aire a los pulmones. Ya no hay más que silencio para el hombre. Su familia no podrá visitarle mientras esté en el hospital. Este es el precio de una enfermedad que infecta la vida con soledad. Al mirar su radiografía, más tarde, me doy cuenta que probablemente no sea verdad eso de que “todo saldrá bien”. Necesito la mentira para guiarles en esta nueva dimensión. El brazo me escuece. Tengo una cicatriz más. Todavía es roja, y no curará en mucho tiempo.
Después de muchas horas, me quito capa tras capa la barrera que me ha guardado como una coraza. Estoy cubierta de sudor. La cara está marcada por varias partes. El roce de la mascarilla ha hecho varias heridas detrás de las orejas. Voy a la ducha y me froto una y otra vez con jabón. Aguanto el calor hasta que la piel me duele. Quiero proteger a los míos. La piel de las manos se ha agrietado y a veces sangra. Al salir de la ducha, una compañera capta algo en mis ojos y dice:” un día menos”. Abro la boca para contestar, pero no digo nada. Sonrío. Una mentira más, no pasa nada.
Salgo de la UCI camino a los ascensores y veo que el jardín interior del hospital, se ha transformado. Las varas de bambú nunca han estado más altas. Se elevan rectas hacia el cielo. Quieren salir de ese edificio y encontrar la primavera fuera. El verdor se mete en mis ojos. Escuece. Lagrimeo. Pero no puedo tocarme la cara, cubierta por otra mascarilla. Así que dejo que mis ojos lloren por su cuenta.
Cuando regreso a casa, la senda está iluminada por el sol. Los mirlos salen al camino para buscar alimento sin prestarme atención. Los herrerillos me escoltan y su canto no me deja pensar. El columpio del parque donde juega mi hija está quieto. Por un momento, creo que es de noche a pesar del sol. Que estoy dormida. Que no soy enfermera. Que el hombre al que dejé intubado habló con su familia y les dijo que “todo iría bien”. Pero el gorjeo del herrerillo me devuelve a los adoquines rojos del camino. Pienso en lo que quiero ser. Sólo un poco de tinta. Algo útil para escribir una guía. Para volver a casa.
- GUÍA DE SUPERVIVENCIA DE ENFERMERÍA DEL PACIENTE CRÍTICO CON COVID-19
- Cómo hacer una correcta desinfección en laboratorios