Odisea
ODISEA
Dije que era una enfermera llena de cicatrices. Pero ya no. Me he roto. Soy una herida abierta. Roja y sangrante. Expuesta al aire y la suciedad constante. La piel no puede producir más células nuevas. No puede estirarse más, ya no es elástica. El camino del hospital es el mismo, o lo parece. Adoquines dorados cubiertos de hojas mojadas. La luz no cambia. Noto el peso del agua calando las ropas. El nivel del mar asciende. En realidad, viajo por un mar enfurecido que me lleva hasta el metro. El cielo sigue oscuro, los dedos se encogen de frío dentro del bolsillo.
Hay una fila de otras como yo que espera delante del vestuario para recoger el uniforme. Los rostros tratan de no mirar a los furgones negros de la funeraria que aparcan en el lateral. La barbilla se pega al pecho y las pupilas se mueven. Sus manos estrujan el traje blanco de enfermera como si fuera un remo. Las olas golpean las puertas transparentes mientras los hombres del traje oscuro se ajustan los buzos para entrar en los túmulos. Necesito moverme. Chapoteo con los pies por el pasillo y por fin llego a la taquilla. Me desnudo y el calor llega a la espalda. Las heridas escuecen. Quisiera irme de aquí, pero no puedo. Cubro la carne abierta con la tela delgada y la adorno. Meto bolígrafos, mascarilla de repuesto y una horquilla de mi hija. Miro hacia fuera. Hacia el horizonte.
Es el último día del año. Pero todo está en silencio durante la noche. Los que terminan su turno se van a su casa con el pecho preparado. Parecen fuertes. Pienso en lo jóvenes que son. Todavía sonríen. Con brazos robustos listos para seguir el ritmo de la boga. Para volver al hogar hay que enfrentarse a dioses y monstruos, les digo. Un día más, sí. En ese lugar me quedo, con mis cicatrices bien cubiertas con una mascarilla y pantalla. Casi todos los pacientes duermen. A veces boca arriba y otras boca abajo. Habitan una dimensión que no existe. Aquí llega el olor a mar, pero no su sabor salado. Yo manejo su sueño. Alargo los dedos a las bombas para hacer su noche más oscura. Las drogas entran en sus venas, es una bendición. Necesitan descanso. Que sus alas se plieguen y los pensamientos se aquieten en la mente hasta ser olvidados.
Pero no todos duermen, uno sigue despierto.
Me mira con su cuerpo de niño señalando la televisión. Habla, lo intenta. El aire se escapa por un agujero que tiene en la tráquea. Quiere ver las campanadas, me dice. Le pregunto si quiere que llame a su familia y asiente. Los ojos oscuros tienen la miseria de un cuadro de Caravaggio. Trata de coger mi teléfono para llamar él mismo, pero los dedos le fallan. Al otro lado de la pantalla aparecen ellos, su familia. Se encuentran en ese lado del mundo en que todo parece seco y cálido. Gritan. Se oye: Papá, papá. El hombre con cuerpo de niño me arrebata el teléfono y se lo pega a la cara. El reloj suena. El carrillón golpea insistente para concluir un tiempo imaginario. Todos miran a la pantalla. Las campanadas comienzan. El hombre trata de contar, pero el aire se escapa por el agujero:
––Unoho, dohh tehh…
Imagen: La muerte de la Virgen, Caravaggio ,1606.
La familia sigue sus órdenes y en la habitación queda únicamente el sonido de la televisión y los silbidos. El agua se ha colado por dentro de mi bata. Ha llenado gafas, mascarilla, tela y huesos. Quiero lanzarme al mar, volver. Pero cientos de caras me miran desde las aguas: Carmen, Antonio, Paco, Martín… Ahora son espuma apagada y disuelta.
Amanece. El camino dorado resplandece con su trazado más visible que nunca. Me he quitado los zapatos. Los pies pálidos se hunden en la masa de hojas húmedas. La ropa mojada me pesa y avanzo agachada. El teléfono me manda noticias. Personas que hablan y hacen ruido. Por eso lo apago. Necesito volver a mi casa. Al abrir la puerta, el olor me parece irreconocible. Me tambaleo, oigo las palabras suaves en el piso de arriba. Su risa. El corazón se triza. No puedo subir las escaleras. La marea sigue recorriendo las plantas de los pies. Sujeto con mis brazos estirados el dintel de la puerta. Sólo queda llenar el pecho de aire. Una vez más, sí. Y esperar que el agua llegue y lo inunde todo.
- “Foto de enfermera recibiendo vacuna sobre fondo claro” por Sara Lospitao
- Ya se ve la luz
Estremecedor relato de enorme desolación y sentimiento profundamente herido ante la conmovedora realidad vivida en los hospitales luchando por rescatar vidas que esta pandemia se ha empeñado arrebatar a muchas personas mientras otras viven ajenas al drama actuando irresponsablemente, arriesgando las suyas, y poniendo en riesgo las de los demás, incluidas la de los sanitarios, despreciando su pena, su sacrificio, su abatimiento, su dolor.
Muchas Gracias Héroes, muchas gracias de corazón, mucha fuerza y mucha suerte en vuestro humanitario empeño
Todo sentimiento y sabiduría,
La realidad, pura y dura. Debiera leerlo toda esa «juventud de botellón».
Muchas gracias por esa dedicación tan especial
Buenísimo relato y excelente redacción. Me ha encantado, Ana.
¡ ENHORABUENA !
Esta todo dicho, lo único que puedo decirte a ti y a todos los enfermero@s entre ellas mi hija es que os cuideis por vosotras, por los que os esperan y por todos los ciudadanos de apie que os agradecen con todo su corazón tanto bien como haceis
Muy bonito Ana. Con un ritmo trepidante.
Gracias por compartirlo conmigo.
Mi más sincero agradecimiento a todo el gremio de enfermeris