La paloma
Tú circulas en ese modo en el que la salud se cruza con la energía para desembocar juntas en la despreocupación. Sales de tu casa, cafeinado y resuelto y enfilas la rue de Charles Buls camino de tu trabajo, que ya sabes concluirá horas después. Vas relatándote lo que va a sucederse: desayuno con los jefes, comida con la amiga, papeleo y burocracia habitual, y luego, liberación, cine o teatro y regreso a casa.
Tu pequeña rutina burguesa comienza con un recorrido por una calle desierta, que sólo a ti contiene. Te miras en los cristales espejo del restaurante en planta baja del hotel Amigo. El verdugo que llevas dentro de ti critica tu aspecto. Te preguntas si hoy duermen Merkel u Hollande, cuando tus ojos reparan en un imprevisto: sobre el empedrado de calle peatonal yace el cuerpo de una paloma.
Acaba de ser atropellada. Extendido sobre el pavimento, como en lámina, sólo a tus ojos expuesto, aparece su cadáver. Hace apenas unos minutos, quizás la paloma habría picoteado los restos de gofre que los turistas no cesan de consumir junto a la Grand Place. Se habría posado en las figuras del ayuntamiento, y desde las alturas, habría recibido el primer rayo de luz del día sobre la ciudad baja. Ahora, conculcada por el capital – un vehículo de representación, o por un taxi a la fuga-, como pequeña metáfora de pueblo mediterráneo, reposa en un charco de sangre sobre la superficie irregular y fría.
No te paras. Sigues de frente porque no quieres que ese encuentro con el dolor y la miseria te alcance. Pestañeas con fuerza, como para borrar la estampa atroz de un animal indefenso, común y comúnmente conducido a la muerte. Quieres deshacerte de esa imagen, de su morbidez, porque sólo lo bello, lo cómodo y placentero te interesa. Pero tú y tu verdugo sabéis que ese dolor ya es vuestro y lo volveréis a ver.
Días después, la noche te recibe en el hospital. Has viajado a Madrid para acompañar a tu madre durante su operación de rodilla. Le han implantado una prótesis que sustituirá a una articulación destrozada por la artrosis. Ella ha tenido sus dudas de último minuto, pero ya convalece de la intervención.
Tú habitualmente disfrutas de tu distancia expatriada, en la que una llamada semanal, unos bombones sumados a un souvenir de tus viajes crees que cumplen con tu responsabilidad y tus deberes filiales.
Orbitas en tu universo en el que la enfermedad se cura con paracetamol, el aburrimiento con las compras, la injusticia con el olvido. Tu mundo es joven, dinámico, triunfador y eurócrata, profundamente egoísta.
Pero esta noche no. Esta noche ejerces de cuidador.
Después de tres días de pasillos de hospital, de visitas bienintencionadas con bombones y pastas, de distracciones con la logística, llega tu viaje al final de la noche.
Tu madre reposa sobre una cama articulada en la habitación H13. La comparte con una anciana demandante y rígida, que se queja de todo y todos. La rodilla grapada y vendada; el impúdico batín sobre su cuerpo grávido; tu madre se duerme mientras intentas lo mismo en un infame sillón. Pero se despierta por el dolor en la pierna. Acudes a su lado, y entonces, aplastada sobre el colchón, inválida, profundamente dolorida, aparece la paloma que no quisiste mirar hace unos días. Aparece el dolor que no puedes soslayar, la decrepitud que te espera. Sin apartar la vista, agarras la mano de tu madre, y le procuras el consuelo que nadie pudo darle al animal.
En la madrugada lúcida comprendes que no puedes escapar del sufrimiento, que es una criatura de dios, como el tiempo, la enfermedad y los accidentes y depositas un beso en la frente de tu madre, como si dejaras caer una flor sobre la humilde tumba de una paloma atropellada….
- El Ángel de la misericordia debe morir
- Ese cambio de turno…