NIGHTINGALE & CO

Luz bañada de luz

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Entra en el escenario del Ancienne Belgique Luz Casal. Estamos en el primero de mayo bruselense que ha sido un día de tormentas y paseos en la Fôret des Soignes, el bosque de hayas donde hemos ido a buscar a Caperucita.

 A la mañana, hemos encontrado a su abuelita, al leñador, al lobo y a un cervatillo, pero no a la pobre Caperucita, que se ha escondido. No nos han asustado los truenos, que sonaban en la distancia y cuyo eco reverberaba entre los troncos y los helechos. No nos ha desanimado la lluvia, que caía a raudales entre las hayas, en vertical, como una cortina festiva sobre nuestro humilde y diminuto paraguas negro. Nos hemos perdido entre caminos que no llegaban a cruzar las autovías que atraviesan el bosque. Y esa pérdida nos ha permitido una intimidad desconocida con la foresta, porque la amiga que me acompañaba no conoce el miedo, no le asusta la lluvia, ni el ejercicio físico y con semejante compañera, todo era muy fácil. Íbamos escribiendo un cuento nuevo, reinterpretando a Hansel y a Gretel, pero con la esperanza secreta de encontrar a Caperucita.

 Las hayas, los tejos y los acebos. Las travesías empedradas, el sendero de largo recorrido que se escondía entre los árboles. El prado que se abría cuando lo hacía el cielo y se cubría de un sol momentáneo que calentaba los músculos y la esperanza de encontrar el camino….Todo se ha confabulado para concedernos unos minutos de encuentro con lo que somos. Había dos niños que no sabían qué buscaban en ese paseo, ni en la vida, y el bosque, sabio, eterno y bello, nos ha facilitado un poco el encuentro.

 Luego han venido los corredores, los jinetes y las paseantes con perro a rescatarnos de nuestro ensimismamiento. El camino ha acabado apareciendo y ya sólo quedaba prolongarlo hasta Tervuren, pasear bajo esa promenade de hojas marrones y verdes, sentir nuestra sangre revitalizada y clorofílica por la luz, la temperatura, la conversación y la risa…

 A la noche, junto a mi novio y otros amigos recuerdo yo toda esa felicidad mientras esperamos, de pie en el palco izquierdo del segundo piso, a que salga Luz Casal. Sin saberlo, cuando Luz entra en el escenario, aparece con ella Caperucita. Luz viste de rojo asimétrico y brillante. Se ondula y nos mira. Saluda al público de pie frente al escenario. Se dirige a los palcos y con los brazos abiertos, nos señala con gesto de reconocimiento por los aplausos de bienvenida. Su sonrisa dulce se pasea de un lado a otro. Su mirada cálida y agradecida nos bendice a todos como una Caperucita moderna que portara en lugar de una cesta, una garganta con el alimento que nos hace falta para acabar la jornada.

Luz comienza su actuación con Mi sono inamorata di teesa standard italiano de Luigi Tenco, que se había suicidado en 1967, en pleno festival de San Remo. La veo muy delgada. No es la Luz que recuerdo de actuaciones en televisión. Tampoco soy yo el niño que escuchaba una y otra vez la casete de sus primeros éxitos. Pienso en el camino recorrido por ambos.

A todo lo que canta Luz le imprime una profundidad dramática inesperada. Se desplaza por el escenario, moviendo sus botines de piel roja, y no deja de mirar a todos lados, comunicando a sus admiradores que lo que ella canta lo sabe bien porque lo ha vivido, y si no lo hubiera vivido, lo comprende.

 La Caperucita elástica que es Luz despliega los brazos con una elegancia de bailarina que prolonga su voz ronca y arenosa con los movimientos de sus manos. Saluda a la concurrencia y va presentado sus temas con una dulzura y humildad que desarman doblemente al ejército entregado que hemos ido a verla. El espacio es suyo. Cuando está parada, frente al micrófono, su presencia basta para llenar la sala: modula su voz en los graves y sincopa las versiones de sus temas de comienzos. El bajo, la batería, las guitarras y el piano le hacen la ola. Como nosotros, que vamos entusiasmándonos cuando la vemos dar pasos rockeros en Besar el suelo. Ella se inclina sobre el escenario y en cada estribillo, se agacha hasta casi besarlo. Cuanto más pegada a la tierra se encuentra, más se eleva sobre todos nosotros, más energía nos transmite: hay una mujer dolida y esperanzada en escena. Un ser que ha superado el cinismo y que entrega un mensaje excepcional. Correremos por las calles, gritaremos tú y yo que el amor es un misterio y que importa sólo a dos. Luz se gira, se balancea, se mesa los cabellos, interpreta el significado de una canción que todos coreamos y acaba agachada, plegada sobre sí, abrazando la intensidad etérea de su energía cerca del suelo. El mismo suelo del que ha remontado ya dos veces a causa de la enfermedad.

Contemplo a Luz entusiasmado cuando en una pausa instrumental, aparece de nuevo en escena con un vestido negro, de cuello Claudine y espalda desnuda, a juego con la elegancia de su voz y sus maneras. Trufa la actuación con temas clásicos y otros de su nuevo álbum, Almas gemelas. Siempre profesional, siempre la artista de Piensa en mí, Luz habla con su público, que está como yo, transido de la alegría de verla allí, de ver que ha superado el cáncer, que está afirmada de vida, que ella sí ha encontrado su camino en el bosque y trae una cesta de sentimientos, de recuerdos y emociones que nos sobrecogen a todos. La música la acaricia, ella se inclina hacia atrás, se curva sobre su espalda y nos regala su epifanía.

 De pronto, Luz nos recuerda que hay una canción de su tierra, un poema musicado de Rosalía de Castro, que quiere cantar. Se llama Negra Sombra. Y así, Luz bañada de luz, emociona hasta la lágrima: Si cantan, es que cantas. Si lloran, es que lloras. Eres el murmullo del río, y eres la noche y la aurora. Recuerdo entonces que mi amiga Chini estuvo viendo a Luz en el otoño de 2012, en otra sala de Bruselas, el Cirque Royal. Recuerdo entonces las palabras de Chini, que había sentido lo mismo que yo viendo a Luz. Que se había admirado de su porte escénico, de su madurez, de su dominio del francés, de su interlocución con un público como el de hoy: mixto, español y belga, y holandés, y ruso… todos reunidos en torno a un arte mayúsculo realizado con el corazón.

 Chini no sabía entonces que ya estaba condenada. Estaba viendo a una superviviente a la enfermedad, ingenua de su propio mal. Mientras Luz canta, me emociono por estar viviendo la misma emoción de mi amiga, ya muerta. La imagino en ese momento, disfrutando de la voz de esta gallega universal. La veo con sus amigas cincuentonas, apretadas en sus vaqueros, disfrutando de todos los temas rockeros de Luz, ingenua a lo que vendría después. Ella no sabía que esa misma voz de Luz sonaría, meses después, en su propio funeral. Esa misma Negra Sombra se oiría en la salida de la Iglesia, mientras se presentaban condolencias a su familia.

 Aún escucho la voz de Chini hablándome del concierto, enamorada de la noche tan maravillosa que había pasado. La estoy viendo en su despacho, avisándome de que no me perdiera una próxima actuación. Y allí estoy, parado, reviviendo en moviola todo, cuando me acerco a mi novio y le agarro la mano y siento su calor y doy gracias por el día que he pasado, por las sensaciones recibidas y recito una oración silente por Chini y, al final del concierto, me quemo las palmas de las manos aplaudiendo a Luz, que, aparecida entre los árboles, ha traído en su cesta, sin saberlo, el alimento que necesitaba, y me ha hecho recordar que hoy y ahora son las únicas dos palabras que importan.

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