Matilde
Por Juan Aranda Jaraíces
Matilde posa junto al cartel de publicidad de una línea aérea griega. Un reflejo dorado, de puesta de sol sobre el Mar Egeo la contempla, maleta en mano, en sus últimos minutos en el país. Nos deja. La hemos acercado al aeropuerto con esas bromas de último minuto, esos comentarios intrascendentes, que ocultan que lo peor está a punto de ocurrir. Lleva quince días con los preparativos: cerrar el piso, su vida de veinte años en Bruselas, las cajas que deben transportar los rumanos, la cancelación de los suministros de agua y energía, la devolución de la fianza del alquiler, la recogida del correo, las suscripciones…todo se le acumula en un periodo breve, porque en un abrir y cerrar de ojos ha llegado, ya está aquí, el día que toma un vuelo a Madrid y comienza su jubilación.
Hemos facturado en un mostrador donde una áspera señorita nos ha pedido, con gesto brusco, que esperemos. Le digo a Matilde cuánto va a echar de menos ese trato hosco de los belgas. Claro que luego, la interfecta no le ha cobrado el exceso de equipaje. Le comento a Matilde qué raro es este país, que primero agrede y luego, compensa.
Han pasado dos años y tres meses desde que la vi por primera vez y, todo lo que he visto en ella siempre me ha ayudado. Esta semana caminaba por los pasillos del trabajo, entre las demandas de mi jefe, la abulia de mis compañeros, la rabia inconfesable de mi ser, sintiendo que se había ido ese elemento aglutinante y pacificador que era Matilde. Nada más llegar a este país, con sus mil cosas distintas, con sus días grises, su frío, su lluvia, con mi soledad recién estrenada, hubo cosas que me hicieran sentir acogido, y entre ellas, Matilde.
Ella es de esas personas que te brinda su ayuda con la mirada de una esfinge y la sonrisa de una madre. Es sabia. Ha pasado por tantas decepciones, sufrimientos y esfuerzos, que la bondad que te demuestra cada día, está santificada de verdad. Recién llegado, Matilde se pasaba cada mañana a preguntar por mis avances, a darme buenos consejos para las primeras compras. Me traía planos de la ciudad, me acercaba recomendaciones para el ocio solitario del fin de semana, me aclaraba las conexiones de los medios de transporte, me prestaba remedios caseros para los primeros resfriados…Matilde entraba en el despacho con una bombona de oxígeno, y desmontando la careta de autosuficiencia que yo me empeñaba en mantener, me insuflaba el oxígeno de cariño, de interés, de altruismo y sinceridad que yo, en ese preciso instante, necesitaba más que nada.
Pero claro, yo veía que esa entrega no se limitaba a mi despacho. Oía el roce de sus pantalones de cuero, navegando pasillo arriba, pasillo abajo, recalando en cada puerto, y dejando el consejo oportuno en un despacho, la caricia afortunada en otro, y siempre la palabra que yo necesitaba en mi puerta.
Verla allí, en el aeropuerto, mochila a la espalda, maleta en mano, bajo el reflejo dorado de un mar brillante de luz, con su cara cansada, sus arrugas pronunciadas por los últimos esfuerzos, pero la sonrisa lista para la última foto en Bélgica, te hablaba de toda una vida de expatriada que ha tenido que superarse cada día.
Matilde cogía su mochila, su bolso en bandolera y se lanzaba a las calles de Bruselas, en busca de la exposición de turno, camino del mercado de Midi donde encontrar la última ganga; serpenteando las calles, Matilde se hacía sus propios planes, se manejaba como hija única que ha sido, recorriendo la ciudad o tomando un tren a Amberes, hablando con el compañero de vagón, pegando la hebra con un vendedor de souvenirs, observando los puestos callejeros en el barrio de Marolles…
Todo lo que veías en ella, lo que puedas ver, está animado por un espíritu de descubrimiento que es doblemente meritorio. Porque en el fondo, Matilde es una persona vulnerable y miedosa. Matilde se agobia y sufre, se le altera la tensión, pero ella se esfuerza en luchar contra sí misma y se organiza el tiempo, se distribuye las tareas y se mejora a cada instante. Y en el camino, ayuda a los demás: el apoyo eficaz a la compañera joven que vive sola y se deprime por momentos, la pregunta matutina a la madre que no ha pegado ojo por la enfermedad de su pequeño y hacia mí, cada día, todos los días desde que vine, la pregunta de turno ¿cómo estamos? Una pregunta no retórica, ni superficial, ni impostada. Una pregunta de conexión de almas, porque ella me miraba y veía mi tristeza cuando mi parais podía no ser destinado a Bruselas, y se interesaba a cada minuto, y me agarraba las manos, y me transmitía su coraje de vivir, su réplica a los problemas….
Acudir a cuidar a la madre enferma y hospitalizada del jefe, sentarse cada tarde a última hora con él para ofrecerle consejos que lo humanicen…todos los actos de Matilde, ya en la distancia, se recubren de la realidad dorada hacia la que vuela, ahora que está jubilada y comienza una segunda existencia en Madrid.
Sus últimos días en la oficina han pasado rápido: besar la mejilla de Matilde, aspirar su olor a abuela amorosa y moderna, ir a sentarte a tu mesa y descubrir, que en el reparto de sus bienes de oficina, te ha correspondido una caja con chocolate negro y galletas porque ella sabe que te encantan.
Esa disposición de Matilde: su visita a casa cuando te acababan de operar de un pie, contemplar su interés por conocer a tus padres, su compasión cuando sustituyó a tu compañero de comidas, que había preferido a otras personas; su perfecto encaje cuando le presentas a tus nuevos amigos y en la pausa del almuerzo les enseña las fotos de sus viajes, que está revisando para llevárselas en la mudanza…
Todos esos momentos construyen el afecto que te anuda la garganta cuando Matilde gira la cabeza y enfrenta el pasillo que la conduce al avión que la dirige a una nueva vida. Y tú piensas que no puedes permitirte echarla en falta, que debes agradecer el contacto con su universo sencillo, modesto y zen que ha hecho que hasta el desapego y la incuria de su compañera de despacho caigan, como las murallas de Jericó y le envíe una carta de despedida que esconde una disculpa por haberla descuidado estos años, un poco por no tener conciencia de que lo que tenía enfrente, era un ejemplo de persona.
Go from grey days into gold, that ´s the magic of the aegean. Esa magia egea, es la que Matilde desprende en su despedida, mientras yo me hago de cruces por mi futuro y la imagino en el suyo, que es el que desea: viajando, colaborando en un proyecto humanitario, descansando en Soria y en Madrid de todo el trabajo que ha realizado durante cuarenta y nueve años. Sé que voy a verla en Madrid, que me esperan tardes de cervezas y aceitunas, como la penúltima antes de su marcha, en que yo tenía que marchar al ensayo de teatro y ella no dejaba de mirar su reloj para que yo no llegara tarde. Sentir esa preocupación de ella, su magisterio constante, atender a su amabilidad con todas las personas, emocionarse con sus errores administrativos, con sus limitaciones en la multitarea, y su pundonor por corregir lo que ha hecho mal….verla la última mañana de trabajo llegar la primera para no dejar asunto sin cerrar, es un recuerdo imborrable, una realidad abrumadora, una pérdida tan vital, que cuando abrazo a Matilde en el aeropuerto, en el último instante, imposible de soportar, concentrada en un instante inmenso de lucidez e impotencia suprema, siento la paradoja de que algo tan pequeño albergue un alma tan grande.
Nos ha llevado al aeropuerto un compañero que la quiere más que yo, pero la necesita menos. Veo la emoción en sus ojos, la pena porque Matilde nos abandone, y siento recorrer todo mi ser, estremecido, una corriente de cariño, de gratitud, de confianza y serenidad en el momento en que Matilde cruza el control, se gira, agita su pequeña mano que sostiene la tarjeta de embarque y su mirada nos bendice con la luz que tanto le falta a este país, y que ella ha entregado a mi vida.
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