Pasillos con orgullo
Recorrer una calle suele ser un hecho habitual. Tenemos nuestro lado para hacerlo. Sabemos exactamente cuáles son los comercios que la habitan, en qué orden se encuentran, la ubicación de los árboles, donde se encuentra el quiosco, qué hay detrás de la esquina e, incluso, conocemos las caras de aquellos que al igual que nosotros recorren la calle por nuestro lado.
Pero si por alguna cuestión del destino nos vemos en la obligación de cambiar de acera, nuestra calle recoge todos esos matices que había perdido y que le dan su carácter. Adquiere tonalidades nuevas, formas nuevas, descubrimos esquinas nuevas, el cielo no se compone de las mismas nubes ni tan siquiera el tiempo de recorrido es el mismo. Pero, sobre todo, hay caras nuevas que te acompañan con cada paso haciendo ese mismo recorrido. Te das cuenta de que las callen tienen personalidades diferentes según el lado por el que las recorres.
Marzo puede ser un mes normal. Para mí este año no lo ha sido. Ha sido mi tiempo de cambio de acera. He dejado de ser el profesional para convertirme en el familiar del paciente que tiene que disfrutar de los dos lados de la calle, aunque más bien debería decir, de los dos lados del pasillo.
En diciembre se le diagnosticó a mi madre inicialmente un cáncer de encía que, posteriormente, se confirmó se había extendido a la mandíbula.
Tan sólo habían pasado dos días, 48 horas desde que el quirófano se había convertido en el protagonista de la historia. Dos días desde que se había levantado por última vez de su cama; desde que se había mirado en el espejo de su habitación por última vez. Lo que más me preocupaba era la sensación de pérdida de identidad, esa de la que hemos hablado en tantas ocasiones y que se produce por el hecho de no ser capaz de reconocerte en el espejo, de no ser capaz de identificarte con el reflejo fiel de la realidad que hay delante de ti.
Con ayuda salió de la cama; en principio, una tarea sencilla pero no en aquel momento. Tenía ganas de ir al WC y con mucho esfuerzo y, tal vez una pizca de locura, se lanzó a recorrer los tres metros de distancia que había entre su cama y aquel lugar objetivo. Todo un recorrido de diez baldosas moteadas. Abrió la puerta y, como es habitual, el primer habitante de ese lugar era el espejo. A veces, es un enemigo de textura plana y formas rectas. Su cara hinchada y amoratada deformada por 5 horas de cirugía, el cuello robusto como una columna no se diferenciaba de la cara, los tímidos rasgos que quedaban parecían tener miedo a salir, la sonda blanca que zigzagueaba por la cara y resaltaba la paleta de colores morados,… los ojos inflamados se clavaron en esa imagen reflejada en ese espejo. Blancanieves había cambiado de espejo y huido de su cuento. Bajó la mirada, sus pupilas empequeñecieron y aquellas motas de las baldosas fueron la imagen necesaria a contemplar. No recuerdo siquiera si al final usó el WC.
Esa misma tarde nos lanzamos a la aventura, recorrer el pasillo. Como el nuestro era pequeño nos bajamos a la planta baja donde se encontraba el pasillo más largo de todo el hospital. Se abrió la puerta del ascensor. La mirada seguía puesta en el suelo. No sé si el miedo o la vergüenza eran los motores de aquel momento; la mirada era esquiva, callada, tímida, … incluso tengo la sensación de que su estatura había disminuido algunos centímetros a lo largo de aquel día.
Cuando salimos al pasillo estaba lleno de gente. 17h de un jueves en uno de los hospitales más grandes de Madrid. Mucha gente, muchas miradas, muchas voces al unísono, muchos ruidos entremezclados de ruedas que no ruedan y de metales que golpean los unos con los otros. Muchos colores y formas a lo largo de los doscientos metros de longitud. Dimos el primer paso, el segundo, el tercero, … todas las caras se giraban para mirarnos. Yo acompañaba nuestro desfile con un palo de suero y una botella de nutrición enteral de cristal que cada cierto tiempo tenía a bien recordarle a todo el mundo que estábamos allí cuando golpeaba contra el palo metálico. Es difícil expresar la indignación que uno siente cuando comprueba la poca discreción que tiene la gente y, sobre todo, porque la indignación no es propia. La sientes como una proyección de la otra persona que en ese momento no puede defenderse ni expresar nada que recuerde a cada uno su individualidad y su derecho a ser quien es, simplemente. Las caras se giraban a nuestro paso, los ojos se fijaban en las lesiones, las manos entrelazadas de los unos con los otros se apretaban en ese momento para informar al que no se había dado cuenta de que allí estábamos; los cuchicheos a la espalda; los “mira, mira, …” o los “pobrecilla”, o los “qué pena”, … y tantos otros comentarios. Las caras de susto, de miedo, incluso de asco. Yo fui el que pensó que no había sido buena idea estar allí en ese momento, enlentecí el paso incluso disminuí la longitud del mismo. Creo recordar que incluso giré el palo con intención de retroceder. Mi madre iba agarrada a mi y siguió hacia delante.
Nos cruzamos con más gente, mucha gente. Nos apartamos para dejar pasar sillas de ruedas, carros con ropa sucia o limpia, camas de pacientes que salían de quirófano e iban a otras unidades, familiares y pacientes, … Seguimos andando. Descubrí, y no sé si tiene algún sentido, que existe una gran alianza entre pacientes. El mundo dejó de centrarse en esas otras caras díscolas. Unos se miraban a los otros, se sonreían, sus ojos expresaban comprensión y apoyo. Los palos de suero de ruedas no rodaban para ninguno. No había miradas al suelo o desvíos de cara al cruzarse. Aquellos que llevaban sondas nasales formaban como un club propio dentro de otros clubes hospitalarios. Los que iban en silla de ruedas tenían el suyo también. Las miradas al cruzarse tenían tal capacidad de comunicación que paraban el tiempo; transmitían fuerza, ánimo, cariño,…; ojos que te veían guapa, que eran capaces de llegar al corazón sin conocerte; susurraban a las paredes mensajes de apoyo y de valentía; sentías que “hacia delante” era algo innato en aquel ambiente. No había opciones para retroceder. Cabezas que asienten en señal de respeto, ojos que brillan con intensidad, bocas que expresan sin movimientos musculares, mejillas que ofrecen cordialidad, … Seguimos andando.
Cuando me di cuenta, aquel pasillo había llegado al final. Estábamos en el hall principal del hospital. Miré a mi madre y estaba erguida, no enjuta como antes. Tenía una sonrisa en la cara, una mueca de orgullo detrás de esa máscara pasajera. Tenía ganas de seguir hacia delante. La miré a los ojos y descubrí esa chispa que siempre había tenido. Habíamos recorrido mucho más que un pasillo. Yo había recorrido mucho más que un pasillo. Volvimos a la habitación lentamente, contemplando y disfrutando tanto de las malas caras como de aquellas cercanas a nosotros. Sonriendo. Sin bajar la mirada. Nunca más la bajaríamos.
Sigo creyendo a día de hoy que todos nuestros pasillos son mucho más que estructuras arquitectónicas. Son expresiones de vida y de intenciones. Están llenos de orgullo y coraje, de mensajes de superación y de vida. Están llenos de personas que siguen hacia delante día a día, baldosa a baldosa.
- Soave sia il vento (II)
- Entrevista a un enfermero: Nacho González
Has logrado expresar muy bien lo que se siente tanto cuando estás en la piel del enfermo como cuando lo estás en la del acompañante…me ha encantado la entrada.
Hola Oscar Fernández. Me a gustado mucho tu entrada y a la vez muy emotiva.