NIGHTINGALE & CO

Yongala

Por Juan Aranda Jaraíces.

Yolanga

En la tarde bruselense, grisácea, fría y lluviosa, hostil y acerada, una amiga sentada ante un café cuenta su vida en Australia, cuando lo dejó todo en España para ir a conocer el continente y practicar submarinismo. Estaba hecha una salvaje, relata, no hacía sino dormir, comer y bucear. Todo el tiempo descalza, sabes, caminando sobre las playas, sumergiéndome en aquellas aguas, va diciendo. La chica es menuda, nerviosa. Al hablar no nos mira: se está mirando a sí misma en el reflejo del agua del Océano Pacífico. Ve su rostro en el agua azul cristalina, su pequeño cuerpo atlético inmerso bajo las olas.

Es una mujer independiente, activa, insegura pero fuerte, tanto como para marcharse sola al otro lado del mundo e ir recalando en todas las costas para poder incluir su cuerpo en otro mundo: el acuático. No sé si sabéis -continúa- que una de las mejores excursiones submarinas está a unos kilómetros de la gran barrera de coral. Allí, un navío, el Yongala, naufragó hace cien años frente a las costas de Queensland. El barco se hundió en una zona de grandes corrientes, por lo que es peligroso el descenso. Hay que bajar amarrado a una cuerda y sólo puedes soltarte una vez abajo. El casco es el refugio de cientos de especies, porque solo allí pueden ocultarse a la fuerza del agua…
Yo la miro extasiado porque su discurso es envolvente y mágico. Es auténtico cuando prosigue: Allá abajo, después de una temporada en que yo me había asilvestrado y no necesitaba mucho, sólo las inmersiones. Allí abajo, os digo, cuando pude abrir los ojos, tuve que mover los brazos para poder ver algo. Estaba rodeada de rayas, peces globo, pequeños tiburones. Había tal cantidad de animales que no podía creerlo. Las cubiertas del pecio estaban llenas de corales rojos, amarillos y verdes. Las grandes bodegas albergaban miles de peces de cristal. Era todo tan hermoso. En ese momento, me vino de golpe el pensamiento que si moría allí, en ese instante, junto a esos animales, bajo aquella luz nítida que descendía hasta los veinte metros, no pasaba nada, podía estar agradecida por haber visto ese paisaje, esos colores, esa increíble naturaleza.
Mi amiga descansa los brazos sobre sus piernas y se calla. Hay unos segundos de pausa, porque los que la escuchamos estamos también un poco sobrecogidos por su relato. Nos ha contagiado su entusiasmo y casi podemos comprender su clímax estético y personal.
La tarde continúa y nos despedimos con un sonoro beso porque la historia me ha dejado conocerla mejor y quererla aún más.
No han pasado dos semanas cuando tengo que volar a Madrid. A mi madre la van a operar de una rodilla y la acaban de avisar que debe entrar en quirófano a los dos días. Voy a su encuentro y al de mi padre, que me espera con la cena hecha y me tranquiliza sobre la agenda del día siguiente. La operación va a efectuarse antes de lo previsto, de modo que coinciden la convalecencia de mi madre y el viaje que habíamos proyectado para esa semana. Mi padre y yo habíamos pensado ir a ver a su hermano, que vive en la Coruña desde hace doce años en una residencia, cerca de la casa de su hija, aquejado de un Parkinson galopante que lo ha acabado convirtiendo en un enfermo gran dependiente.
Mi madre ingresa y es operada con éxito. La llevamos a casa y, como progresa adecuadamente, decidimos mantener la cita con mi tío. Hasta el inicio del viaje a La Coruña unos días después, mi padre se convierte en enfermero, cocinero, celador y cuidador de mi madre. Se transforma en sus piernas cuando tiene que ayudarla a ir al baño hasta cuatro veces cada noche. Yo hago de torpe asistente durante el día, y me contemplo con poca paciencia y menos dedicación de la necesaria. Pero mi padre no. Mi padre se despierta temprano para poder sacar al perro, se acerca al ambulatorio a por su medicación para un catarro que lo tiene renqueante, se entretiene en la compra en el mercado, acompaña a mi sobrina al colegio y acude de regreso a sus obligaciones para con mi madre, cuando aún no son las nueve de la mañana. Día tras día, inasequible al cansancio, sin la necesidad del agradecimiento, mi padre, se enfrenta a la situación.
Los días pasan y contacto con mi prima para concertar la visita a mi tío. Ella está muy animada. Cree que la visita le hará bien a su padre, porque aunque está muy débil, a veces parece reconocer algunas voces. Me dice que esa misma mañana ella va a ir a verlo, y que nos vemos en menos de dos días. Pero al poco me vuelve a contactar para contarme que mi tío tiene un pulmón encharcado y anda con fiebre y es posible que no lleguemos a verlo. No tarda en escribirme que ha fallecido. Al decírselo a mis padres, se muestran aliviados por él, porque al fin mi tío ha dejado de sufrir.
A la madrugada siguiente, emprendemos el camino hacia el tanatorio y mi padre, se empeña en conducir, porque cree que estoy agotado y a él no le cuesta nada. Pero no le dejo y voy mirando de soslayo cómo se encuentra durante las 7 horas de trayecto. Hablamos de su hermano y mi padre, por momentos, bucea en los ojos azules de mi tío, en su infancia sacrificada de postguerra cuando su padre era encarcelado y excarcelado y vuelto a encarcelar y su familia sufría privaciones, penas y ostracismo. En el tanatorio, frente al ataúd, mi padre acompaña a mis primos hasta la cremación y veo como mis fuerzas se agotan por el madrugón y el viaje, pero él sigue con una dignidad inefable junto al cuerpo de su hermano, conversando con los familiares, usando su inagotable energía a la que yo detecto ya sus fallas, porque debe tomar sus pastillas.
Y nuevamente, volvemos a Madrid, al cuidado de mi madre, para dar relevo a mis hermanas.
Aún pasando las noches con interrupciones continuas de sueño, observo a mi padre entregado a la causa: no se queja de la tarea, no reprende las exigencias de mi madre, no penaliza mis torpezas ni mi incapacidad. Él está ya hundido, como el Yongala, pero todos lo necesitamos. Porque aunque su cubierta está oxidada, sus motores desaparecidos con los ciclones, sus bodegas sin combustible.. Aunque no puede flotar, el barco hundido que es mi padre está recubierto de tal bondad, de tan buena disposición, que uno puede pararse a mirar las arrugas de su rostro, bucear en el verde oliva de sus ojos y pensar que si uno muriera, no pasaba nada, porque podría estar agradecido por la inmersión en su cariño, por haber podido ver su absorta mansedumbre contemplando el ataúd de su hermano.
En la tarde dominical, después de diez días a su lado, toca el regreso a Bruselas, y en el instante último, mi padre se empeña en ayudar con las maletas y nuevamente, en el beso de despedida, siento una pena insospechada, una despresurización inaceptable porque ya no voy a estar a su lado, ni voy a poder ayudarle, ni conversar con la facilidad de esos días. Porque le dejo con el trabajo de la rehabilitación de mi madre. Me veo en el simple acto de montarme en el taxi, separando con las manos los pulpos, las rayas, los peces león para emerger a la superficie, a ese universo donde él no está, a esa atmósfera en la que su bondad y su ejemplo no me acompañan. Y para evitar una lágrima, me esfuerzo en pensar que sobre el fondo arenoso, he podido contemplar la superficie recortada del Yongala.

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