NIGHTINGALE & CO

Mari Carmen

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Imagen:Dolor. María Isabel Ballester (escultura) www.mariaisabelballester.com

Entras en la habitación del hospital, donde un mundo en espera se extiende y aguantas la respiración. Entras en una apnea de la que no sabes cuándo saldrás y tu cerebro percibe todo en ralentí, como si no quisiera recibir la información que le llega. Las camas blancas y articuladas, la luz blanca de un marzo luminoso y variable, ahora caluroso, más tarde frío: ciclotímico como la salud que se respira en el cuarto. Los rostros gastados, surcados por la vida que ahora se complica. Tu cansancio, siempre tu cansancio, que deforma la realidad y te la hace cuesta arriba.

Tumbada sobre la cama, rota de dolor, tu madre se recupera de la intervención. La sonda que la alimenta e hidrata, el tubo que la evacúa, su aspecto de paloma atropellada, le ofrecen a tu ánimo una ocasión para desconectarse. Tú no quieres enfrentarte a todo aquello. Sonríes, mueves objetos, colocas almohadas. Te mueves nervioso por la habitación. Con disciplina y precisión, atiendes las peticiones de tu madre. Observas el suero, contabilizas las horas entre analgésicos, ofreces consuelo y distracción. Pero esa diligencia esconde la verdad: tienes miedo. Ves que la vida ha pasado y el dolor de tu madre, su quejido intermitente, la mandíbula que le tiembla…te aterran. Sabes que tu impostura está conseguida: llevas ejerciéndola toda la vida. Ella piensa que tú eres fuerte y estás en control de la situación, que puedes ser su bastón, pero… aunque puedes buscar una enfermera, preguntar a un médico, hacer un trámite administrativo, no  estás preparado para lo que ella cree: observar su dolor,  verla perder su salud, contemplar mermarse sus facultades.  

La cama contigua a la de tu madre la ocupa una anciana de ochenta y cinco años, que nada más verte, te pide que la trates de tú porque al fin y al cabo, no tiene tantos años. Se llama Mari Carmen. Su coquetería hacen juego con su desparpajo y mal humor. Lleva ingresada tres días cuando la conoces, pero ésta es sólo su penúltima visita al hospital. Sabe que vendrán muchas más, en caso de que alguna vez vuelva a casa. Está anémica y tiene problemas para respirar. Las horas se le hacen interminables. Se queja por todo, y de todos, y vuelve locas a las enfermeras con sus reclamaciones: tengo frío, vengan a arroparme; ponme el oxígeno a tres, no a dos, que así lo tengo en casa; esta comida es un asco; por favor ayúdenme a incorporarme…

La mayor parte del día, Mari Carmen está acompañada por Marta, una chica joven, sudamericana, que hace gala de una paciencia y pericia que ya quisieras para ti. Marta escucha todas las quejas de su jefa con una tranquilidad que sólo alterna con las miradas cómplices que cruza contigo, asustado por tantas exigencias. Cada mañana, la misma rutina: Mari Carmen pasa revista a los asuntos de casa,  lee el  «Hola» que le ha traído Marta, alterna la cama y la butaca adyacente y se deleita en criticar los menús sin sal que le llevan las auxiliares.

La chica resulta una bendición para ti y para tu padre, torpes enfermeros, que no sabéis cómo desplegar la mesa de las comidas, si se dispone de baberos, cómo se colocan las cuñas para la orina, cuándo pasan los médicos o dónde queda la cafetería más cercana. Marta ofrece su ayuda con una discreción y delicadezas admirables. Pero su amabilidad no le basta a Mari Carmen. Si se derrama algo de agua mientras Marta la ayuda a beber, Mari Carmen monta un pequeño espectáculo de reproches malhumorados. Si le ofrece a Marta el yogur que no le apetece consumir, no bien ésta quita la tapa que Mari Carmen le mete prisa para terminarlo pronto por si recogen la comida. Marta no dice nada, ni mira al cielo. Está acostumbrada.

En el calor de la convivencia, Mari Carmen te cuenta que tiene ocho hijos, que es viuda y que ya no teme a los años: está en gracia de Dios.  Acabas conociendo a la más pequeña, Ana, que tiene síndrome de Down. Cuando entra en la habitación, Ana parece ser la única que protesta ante su madre: reinvidica su derecho a ducharse sin que nadie la vigile; se rebela, para espanto de Mari Carmen, combinando un jersey rojo con un chándal rosa. El genio de Ana se despliega en visitas que sólo interrumpen las miradas cómplices que Mari Carmen cruza contigo. Verlas a las tres bajo una luz vespertina,  leyendo revistas, te lleva a imaginar esa convivencia en su casa y a pensar que Mari Carmen no es tan dura como quiere hacerse. 

Los exabruptos de Mari Carmen distraen tus miedos. La calidez de Marta consuela tu inepcia. Estás pensando en esa vida en la que no hay esperanza de curación, ni futuro suave…estás desazonado pensando en las estancias futuras en el hospital cuando tu madre haya perdido su humor, tu padre su memoria… estás alentando tu corazón presa del pánico no por el trabajo que le espera sino por el dolor de la pérdida….cuando, entre lectura de revista cotilla y periódico con malas noticias, Marta y Mari Carmen, sentada una, tumbada la otra, fresca como una rosa aquella, seca como una pasa ésta, distraídas las dos, se agarran la mano y comienzan a hacer pequeños juegos, ligeros círculos en el aire. Como dos cachorros que se acabaran de conocer, como dos palomas que se arrullan sobre una rama, sus manos se tocan y en ese momento, toda la ternura que Mari Carmen no muestra, todo el afecto que Marta reprime, todas las barreras y distancias, allanadas por la convivencia y el aburrimiento, caen ante tus ojos, y esos miedos que te inflaman, se sofocan por ese inesperado turbión de ternura y sobre el escenario apocalíptico de lo que ya no será, cae la cortina del amor que puede todo: remontar tu ánimo y desmontar la careta amarga de una octogenaria enferma.

Miras el cuerpo de tu madre que duerme en un lapso del dolor, agarras su mano y te complaces en pensar en todo lo que su enfermedad hará por ti, en todo lo que aprenderás y en el camino de dignidad que te queda por recorrer hasta parecerte a Marta.

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